CERISE
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Por Ceresa
Aquel sábado la noche se nos había hecho madrugada entre miradas dilatadas, tibios sorbos de café, algo así como una cajetilla de cigarros entre los dos... varias preguntas y muchas confesiones... séntires, juegos, fantasías y acertijos... pero sobre todo, caricias y más caricias. Así, con nuestra desnudez en pleno, abarcábamos embravecidos toda la superficie de tu cama; lecho que ya para ese entonces, era tan mío como tuyo.
Sí algo me fascinaba de esos encuentros, era el sentarnos frente a frente (en posición casi de loto), buscando ex profeso cobijar nuestra carne, bajo el haz de luz de la lámpara que colgaba de la bóveda; tú cerrabas los ojos y me permitías paladear a detalle el exquisito color miel de tu piel, acariciar con mis manos detenidamente la contundencia y firmeza de tus piernas, mientras te entretenías en violentar mis pezones con las yemas de tus dedos, los dos íbamos balbuceando, a manera de letanía, murmullos dulces y obscenos.
Y estábamos frente a frente, precisamente en el instante en que tus dedos se inflamaban con las brasas turgentes de mis pechos, cuando sin decir más nada, en un sólo impulso me levanté, dejando extrañeza y pasmo entre tus palmas huecas...mientras mi figura se fue diluyendo tras el marco de la puerta.
Algunos sonido y ruidos, te permitieron ubicarme en la cocina de la casa, sin embargo, estos no eran lo suficientemente nítidos como para precisar que era lo que hacía y tramaba. No tuviste que aguardar mucho.
Crucé el umbral. Con la mano izquierda cerrada sobre mi pecho, avanzaba en cámara lenta hacia la cama; mis pupilas eran destellos, mi sonrisa una advertencia incitante y mis dedos... ¡el motivo principal de esa escena!... dedos de mi mano derecha que se enredaban y hundían sin recato, entre el abundante vello de mi pubis.
Tu estabas sentado al centro de la cama; me contuve un momento en el borde, mi mirada se clavó en tu mirada; poco a poco me fui inclinando; comencé a gatear entre las sábanas, sin abrir la mano izquierda.
Cuando llegué hasta ti, me fui incorporando, hasta quedar de rodillas: de nueva cuenta, frente a frente. Te puse el dedo índice sobre la frente y comencé a empujarte hacia atrás, tu te dejaste caer quedando boca arriba. De esta manera fui trepando sobre tu cuerpo, hasta quedar montada sobre tu vientre, podías sentir la humedad y el tibio palpitar de mi vagina en tu ombligo.
Bajé un poco mi brazo izquierdo y lo extendí para colocar mi puño a la altura de tu rostro; mi mano se fue abriendo, para dejarte ver una cereza, carnosa y esmaltada. Ante la vista de la fruta, de repente comenzaste a salivar.
En uno de mis arrebatos, llevé la ciruela hasta mi boca, amagando con morderla, pero lejos de clavar mis dientes, comencé a mojarla con la lengua. Pensaste que podría haberme pasado toda esa noche lamiendo y chupando pero no fue así. Con la cereza escurriendo en saliva empecé a sobar circularmente mi pezón derecho.
Te pedí que flexionaras las piernas para poder recargarme en ellas y me senté definitivamente sobre tu estómago. Con la cereza fui recorriendo paulatinamente todo mi torso y el vientre hasta llegar a mi vagina.
Abrí las piernas mostrando en plenitud la carnosidad de mis labios exteriores, los cuales separé de manera muy delicada, para ir introduciendo poco a poco aquella esfera vegetal entre mis piernas... veías maravillado como mi hendidura había engullido la fruta por completo, como si se tratara ni más ni menos, de un diminuto ser con instintos propios. Cubrí con ambas manos mi sexo, como si estuviese acurrucando un pequeño bicho contra mi cuerpo; sin ningún disimulo empecé a masturbarme.
Tu te encontrabas embelesado , mirando cada movimiento de mis dedos, cada nuevo pliegue que afloraba en mi cuerpo, persiguiendo el detalle, doblando y desdoblando el enfoque de tus ojos, para que mi imagen se desligara de sí misma en una doble exposición.
De súbito me paré y comencé a hurgar en mi entrepierna, me mirabas de abajo hacia arriba en toda mi exuberancia y plenitud, daba pequeños saltos, la cama crujía y rechinaba; en mi rostro se dibujaba una sonrisa nerviosa, cada vez más nerviosa.
_“¡por favor ayúdame!” – te dije y agregué con cierta desesperación- “¡no puedo sacarla!, ¡te juro que no puedo!”.
_“Tranquila, relájate”, -te paraste frente a mi, me tomaste por los hombros y me fuiste recostando. Una vez que estuve tendida, retiraste el cabello de mi frente y besaste mis sienes. Tenía los brazos al costado de mi cuerpo, con la angustia apretando intensamente mis manos (de haber tenido las uñas largas con toda seguridad mis palmas hubieran sangrado). Te hincaste a mis pies para separarme las piernas, de rodillas fuiste adentrándome, mis pantorrillas y muslos estaban tensos, mi sexo furiosamente constreñido... poco a poco fuste posando tus labios en mi monte. Con los dedos de ambas manos separaste tiernamente los labios vaginales e introdujiste el pulgar y el índice...
¡Fue como mirar con tus propios dedos ese gemido abismal de mi cuerpo; color rojo de entrañas, arpegio y pulso exaltados con sabor y aroma a especias orientales, ámbar dulce, clavo y almizcle...
Algunas caricias, tu lengua resbalando por mi sexo y tus dedos hurgando hasta mi alma… ansiedad y placer entremezclados, gemidos de dolor y al rato el más sublime deleite, dos movimientos casi furiosos de tus dedos, jugo de cerezas inundando tu lengua y la fruta entre tus labios…
“Imagínate que no hubieras podido sacarla… ¡Imagínate!... ¡imagíname germinando un cerezo en mi matriz!...”
Aquel sábado la noche se nos había hecho madrugada entre miradas dilatadas, tibios sorbos de café, algo así como una cajetilla de cigarros entre los dos... varias preguntas y muchas confesiones... séntires, juegos, fantasías y acertijos... pero sobre todo, caricias y más caricias. Así, con nuestra desnudez en pleno, abarcábamos embravecidos toda la superficie de tu cama; lecho que ya para ese entonces, era tan mío como tuyo.
Sí algo me fascinaba de esos encuentros, era el sentarnos frente a frente (en posición casi de loto), buscando ex profeso cobijar nuestra carne, bajo el haz de luz de la lámpara que colgaba de la bóveda; tú cerrabas los ojos y me permitías paladear a detalle el exquisito color miel de tu piel, acariciar con mis manos detenidamente la contundencia y firmeza de tus piernas, mientras te entretenías en violentar mis pezones con las yemas de tus dedos, los dos íbamos balbuceando, a manera de letanía, murmullos dulces y obscenos.
Y estábamos frente a frente, precisamente en el instante en que tus dedos se inflamaban con las brasas turgentes de mis pechos, cuando sin decir más nada, en un sólo impulso me levanté, dejando extrañeza y pasmo entre tus palmas huecas...mientras mi figura se fue diluyendo tras el marco de la puerta.
Algunos sonido y ruidos, te permitieron ubicarme en la cocina de la casa, sin embargo, estos no eran lo suficientemente nítidos como para precisar que era lo que hacía y tramaba. No tuviste que aguardar mucho.
Crucé el umbral. Con la mano izquierda cerrada sobre mi pecho, avanzaba en cámara lenta hacia la cama; mis pupilas eran destellos, mi sonrisa una advertencia incitante y mis dedos... ¡el motivo principal de esa escena!... dedos de mi mano derecha que se enredaban y hundían sin recato, entre el abundante vello de mi pubis.
Tu estabas sentado al centro de la cama; me contuve un momento en el borde, mi mirada se clavó en tu mirada; poco a poco me fui inclinando; comencé a gatear entre las sábanas, sin abrir la mano izquierda.
Cuando llegué hasta ti, me fui incorporando, hasta quedar de rodillas: de nueva cuenta, frente a frente. Te puse el dedo índice sobre la frente y comencé a empujarte hacia atrás, tu te dejaste caer quedando boca arriba. De esta manera fui trepando sobre tu cuerpo, hasta quedar montada sobre tu vientre, podías sentir la humedad y el tibio palpitar de mi vagina en tu ombligo.
Bajé un poco mi brazo izquierdo y lo extendí para colocar mi puño a la altura de tu rostro; mi mano se fue abriendo, para dejarte ver una cereza, carnosa y esmaltada. Ante la vista de la fruta, de repente comenzaste a salivar.
En uno de mis arrebatos, llevé la ciruela hasta mi boca, amagando con morderla, pero lejos de clavar mis dientes, comencé a mojarla con la lengua. Pensaste que podría haberme pasado toda esa noche lamiendo y chupando pero no fue así. Con la cereza escurriendo en saliva empecé a sobar circularmente mi pezón derecho.
Te pedí que flexionaras las piernas para poder recargarme en ellas y me senté definitivamente sobre tu estómago. Con la cereza fui recorriendo paulatinamente todo mi torso y el vientre hasta llegar a mi vagina.
Abrí las piernas mostrando en plenitud la carnosidad de mis labios exteriores, los cuales separé de manera muy delicada, para ir introduciendo poco a poco aquella esfera vegetal entre mis piernas... veías maravillado como mi hendidura había engullido la fruta por completo, como si se tratara ni más ni menos, de un diminuto ser con instintos propios. Cubrí con ambas manos mi sexo, como si estuviese acurrucando un pequeño bicho contra mi cuerpo; sin ningún disimulo empecé a masturbarme.
Tu te encontrabas embelesado , mirando cada movimiento de mis dedos, cada nuevo pliegue que afloraba en mi cuerpo, persiguiendo el detalle, doblando y desdoblando el enfoque de tus ojos, para que mi imagen se desligara de sí misma en una doble exposición.
De súbito me paré y comencé a hurgar en mi entrepierna, me mirabas de abajo hacia arriba en toda mi exuberancia y plenitud, daba pequeños saltos, la cama crujía y rechinaba; en mi rostro se dibujaba una sonrisa nerviosa, cada vez más nerviosa.
_“¡por favor ayúdame!” – te dije y agregué con cierta desesperación- “¡no puedo sacarla!, ¡te juro que no puedo!”.
_“Tranquila, relájate”, -te paraste frente a mi, me tomaste por los hombros y me fuiste recostando. Una vez que estuve tendida, retiraste el cabello de mi frente y besaste mis sienes. Tenía los brazos al costado de mi cuerpo, con la angustia apretando intensamente mis manos (de haber tenido las uñas largas con toda seguridad mis palmas hubieran sangrado). Te hincaste a mis pies para separarme las piernas, de rodillas fuiste adentrándome, mis pantorrillas y muslos estaban tensos, mi sexo furiosamente constreñido... poco a poco fuste posando tus labios en mi monte. Con los dedos de ambas manos separaste tiernamente los labios vaginales e introdujiste el pulgar y el índice...
¡Fue como mirar con tus propios dedos ese gemido abismal de mi cuerpo; color rojo de entrañas, arpegio y pulso exaltados con sabor y aroma a especias orientales, ámbar dulce, clavo y almizcle...
Algunas caricias, tu lengua resbalando por mi sexo y tus dedos hurgando hasta mi alma… ansiedad y placer entremezclados, gemidos de dolor y al rato el más sublime deleite, dos movimientos casi furiosos de tus dedos, jugo de cerezas inundando tu lengua y la fruta entre tus labios…
“Imagínate que no hubieras podido sacarla… ¡Imagínate!... ¡imagíname germinando un cerezo en mi matriz!...”
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